domingo, 10 de mayo de 2009

Hace algún tiempo, en un hermoso sueño vi a mi madre. Parecía feliz y hermosa como cuando consolaba y criaba a diez hijos en el querido hogar de nuestra niñez, hace muchos años. El sueño es mío. No es de importancia cuando aconteció. Pero el gozo que sentí de estar una vez más con ella me pareció tan real que difícilmente podía creer que sólo era un sueño. Ojalá pudiera soñarla con más frecuencia, porque únicamente en los sueños podemos conversar acerca de mi niñez y adolescencia, cosas que aprecio más que nunca por estar asociada mi madre con ellas.

¡Cuán afortunado es aquel hombre que puede ir a su madre y compartir su alegría evocando recuerdos de los años que pasaron juntos, o recibir de nuevo su inspiración y orientación diaria! ¡Tres veces afortunada es aquella joven en cuya vida se manifiesta constantemente la influencia pura y abnegada de una madre amorosa!

Pero esta bendición, igual que todas las otras que recibimos sin ningún esfuerzo por parte nuestra, raras veces es estimada sino hasta después que se ha perdido.

Los niños aceptan las atenciones, cuidado y devoción de su padre y su madre como aceptan el aire puro y la belleza del sol, como algo supuesto, como algo que les debe este mundo tan ocupado.

“-¿Dónde está mamá?”-es la primera exclamación que se oye cuando los niños entran en la casa después de venir de sus clases en la escuela o sus juegos; y cuando la madre aparece inmediatamente y atiende a sus necesidades, los niños se sienten serenos y felices.

¡No es sino hasta que “¿dónde está mamá?” queda sin responder, que las mentes de los niños comprenden lo que la madre ha sido para ellos! No es hasta que su sonrisa y amorosa presencia no son sino memorias sagradas, que los hijos se dan cuenta que su madre ocupaba un lugar en su corazón, que ninguna otra persona puede llenar.

Es un aspecto lamentable de la naturaleza humana esto de nunca justipreciar sus bendiciones actuales, y no exceptuamos la presencia de la madre y del padre.

Es propio en extremo, pues, que se nos llame la atención al hecho de que nos inclinamos no sólo a no estimar debidamente la presencia y el amor de nuestras madres, sino también que, como consecuencia de esta indiferencia inconsciente, nos olvidamos de expresar el agradecimiento y amor que sentimos hacia ella.

Estos son los propósitos del Día de la Madre. En esta ocasión podemos evocar los recuerdos de las madres que no están con nosotros, enviar mensajes cariñosos a las madres que no podemos visitar por estar distantes y traer más felicidad y alegría a las vidas de aquellas que están cerca.

En toda la cristiandad no hay mujer casada que no tenga el derecho de recibir este tributo a la madre. Es cierto que algunas esposas nunca han tenido el privilegio de concebir hijos, pero esto no quiere decir que no merecen todo el honor que se tributa a la mejor madre.

La maternidad verdadera no consiste en concebir hijos solamente, sino también en criarlos y amarlos. Es un privilegio tener hijos, pero algunas mujeres que reciben este privilegio se hallan tan desprovistas de los elementos más importantes de la maternidad, que es tan impropio darles el título de madre como lo sería conferirlo a las hembras de cualquiera de los animales de un orden más alto; mientras que algunas mujeres, a quienes les ha sido negado este privilegio, han sido bendecidas tan abundantemente con el deseo de criar y amar a otros hijos—y lo hacen tan agradecidas y graciosamente cuando se les presenta la oportunidad que son dignas de todo tributo y bendición que merecen las mejores madres.

La vocación más noble del mundo es la de la madre. La maternidad verdadera es la más hermosa de todas las artes, la mayor de todas las profesiones.

La que pinta una obra maestra o escribe un libro que incluye en millones de personas, merece los aplausos y admiración del género humano; pero la que cría felizmente una familia de hijos e hijas sanos y hermosos, cuyas almas inmortales ejercerán influencia por años, mucho después que las pinturas se hayan opacado y los libros hayan sido destruidos, merece el honor más alto que pueda tributarle el hombre, así como las bendiciones escogidas de Dios.

En su alto deber y servicio a la humanidad, de revestir los espíritus eternos con cuerpos terrenales, está participando en la obra del propio Creador.

Esta es la posición elevada que la maternidad verdadera ocupa en la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.

La mujer debe ser inteligente y pura, porque es la fuente viviente de que emana la corriente de la humanidad.

De modo que no solamente un día al año debemos amar a nuestras madres; antes empleemos el día para aumentar nuestra determinación y habilidad de hacer que todos los días del año sean un día en que podemos honrar a nuestra madre en particular y a toda mujer que desea ser como nuestra madre.

Liahona de mayo de 1959




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