jueves, 28 de julio de 2011




Si queremos que algo dure para siempre, debemos tratarlo de forma diferente... llega a ser algo especial porque en eso lo hemos convertido.


Hace algunos años, mi esposa y yo fuimos a una recepción nupcial que se llevó a cabo al aire libre. Horas antes, habíamos estado en el templo, donde la joven pareja que conocíamos se había casado por esta vida y la eternidad. Se amaban mucho y las circunstancias en las que se conocieron habían sido casi milagrosas. Se derramaron muchas lágrimas de felicidad. Al final de un día perfecto, esperábamos nuestro turno para saludar a la pareja. Delante de nosotros estaba un amigo cercano de la familia; se acercó a los recién casados y con su hermosa voz de tenor les cantó las conmovedoras palabras del libro de Rut: “...a dondequiera que tú fueres, iré yo, y dondequiera que vivieres, viviré. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios mi Dios. Donde tú murieres, moriré yo...” (Rut 1:16–17).
Nos sentimos profundamente conmovidos y animados al pensar en su futura felicidad, supongo que, en parte, porque mi esposa y yo hemos tenido colgadas esas mismas palabras en la pared de nuestra casa durante muchos años.
Lamentablemente, la importancia de esas hermosas palabras está disminuyendo; hoy día demasiados matrimonios terminan en divorcio; el egoísmo, el pecado y la conveniencia personal a menudo se anteponen a los convenios y al compromiso.
El matrimonio eterno es un principio que se estableció antes de la fundación del mundo y se instituyó en esta tierra antes de que la muerte se introdujese en ella. Adán y Eva fueron dados el uno al otro por Dios en el jardín del Edén antes de la Caída. La Escritura dice: “...El día en que creó Dios al hombre, a semejanza de Dios lo hizo. Varón y hembra los creó; y los bendijo...” (Génesis 5:1–2; cursiva agregada).
Los profetas han enseñado de manera uniforme que el elemento máximo y culminante del gran plan de Dios para bendecir a Sus hijos es el matrimonio eterno.
El presidente Ezra Taft Benson declaró: “La fidelidad al convenio del matrimonio trae el gozo pleno aquí en la tierra y recompensas gloriosas en el más allá” (The Teachings of Ezra Taft Benson, págs. 533–534). El presidente Howard W. Hunter describió el matrimonio celestial como la “ordenanza suprema del Evangelio”, y aclaró que aunque el lograrlo tome “más tiempo [para algunos], tal vez más allá de esta vida terrenal”, no será denegado a ninguna persona digna (Teachings of Howard W. Hunter, págs. 132, 140). El presidente Gordon B. Hinckley ha dicho que el matrimonio eterno es “una cosa maravillosa”, un “don más precioso que todos los demás” (“The Marriage That Endures”, Ensign, mayo de 1974, pág. 23).
Sin embargo, a pesar de la magnificencia y la gloria de este don, no es gratuito; de hecho, es condicional, y aunque haya sido otorgado, puede ser retirado si no guardamos las condiciones del convenio que lo acompaña. En la sección 131 de Doctrina y Convenios se nos dice:
“En la gloria celestial hay tres cielos o grados; y para alcanzar el más alto, el hombre (esto significa la mujer también) tiene que entrar en este orden del sacerdocio [es decir, el nuevo y sempiterno convenio del matrimonio]...” (D. y C. 131:1–2).
Un convenio es una promesa sagrada; nosotros prometemos hacer ciertas cosas y Dios se compromete a hacer otras. A aquellos que guarden el convenio del matrimonio Dios les promete la plenitud de Su gloria, vidas eternas, progenie eterna, la exaltación en el reino celestial y una plenitud de gozo. Todos sabemos esto, pero a veces no pensamos mucho en lo que nosotros tenemos que hacer para recibir estas bendiciones. Las Escrituras parecen decir claramente que hay por lo menos tres obligaciones inherentes a este convenio.
Primero, el matrimonio eterno es para siempre. Eterno implica un desarrollo y un progreso continuos; significa que el marido y su esposa tratarán sinceramente de perfeccionarse; significa que la relación matrimonial no se abandonará frívolamente cuando surja el primer desacuerdo o cuando los tiempos se pongan difíciles; significa que el amor será más y más fuerte con el tiempo y que se extenderá más allá de la tumba; significa que cada cónyuge será bendecido con la compañía del otro para siempre, y que los problemas y las diferencias tendrán que solucionarse porque no van a desaparecer. Eterno significa arrepentimiento, perdón, longanimidad, paciencia, esperanza, caridad, amor y humildad. Todas esas cosas forman parte de todo lo que sea eterno; y, por cierto, las tenemos que aprender y practicar si queremos lograr un matrimonio eterno.
Segundo, el matrimonio eterno es ordenado por Dios. Esto significa que los contrayentes del convenio del matrimonio están de acuerdo en invitar a Dios a ser parte del mismo, en orar juntos, en guardar los mandamientos, en mantener los deseos y las pasiones dentro de ciertos límites que los profetas han señalado; significa que son compañeros iguales y que serán rectos y puros fuera y dentro del hogar. Esto es una parte de lo que significa ser ordenado por Dios.
Tercero, el matrimonio eterno es una clase de asociación con Dios; Él promete una continuación de las vidas a aquellos que se sellen en el templo. En el mandamiento que se dio a Adán y Eva de multiplicarse y henchir la tierra va implícito un lazo de unidad con el Creador. Hay una obligación de enseñar el Evangelio a los hijos porque también son hijos del Padre Celestial. Por eso tenemos la noche de hogar y el estudio de las Escrituras, conversamos sobre el Evangelio y prestamos servicio al prójimo. También parece haber una obligación de apoyarse y sostenerse mutuamente en los llamamientos y en la función que cada uno tiene que desempeñar. ¿Cómo podemos decir que somos uno con Dios si no nos sostenemos el uno al otro cuando se llama a la esposa a servir en la Primaria y al esposo en el obispado?
De manera que el convenio del matrimonio implica por lo menos estas cosas y probablemente otras. No creo que me equivoque cuando digo que aquellos que maltratan a su cónyuge en forma verbal o física, o los que degradan, rebajan o ejercen un injusto dominio en el matrimonio no están guardando el convenio; tampoco lo hacen aquellos que desatienden los mandamientos o que no sostienen a sus líderes. Aun los que rechazan los llamamientos, o los que descuidan a sus vecinos o en forma ligera adoptan las costumbres del mundo corren peligro. Si no guardamos nuestra parte del convenio, ninguna promesa tenemos. Más que todo, pienso que no se puede lograr un matrimonio celestial sin el compromiso de hacerlo funcionar. La mayor parte de lo que sé al respecto lo he aprendido de mi compañera: hemos estado casados durante 47 años y desde el principio, ella sabía la clase de matrimonio que quería.
Comenzamos como estudiantes universitarios pobres, pero la visión que tenía para nuestro matrimonio la simbolizaba un juego de cubiertos de plata. Tal como se hace hoy en día, cuando nos casamos fuimos a una tienda y seleccionamos los regalos que queríamos recibir. En vez de escoger la vajilla y los aparatos electrodomésticos que necesitábamos y esperábamos recibir, ella pidió un juego de cubiertos de plata. Escogió el estilo y el número de piezas que quería, y anotó cuchillos, tenedores y cucharas en el registro de la tienda y nada más. No pidió toallas, ni tostadora, ni televisor, sólo cuchillos, tenedores y cucharas.
La boda se llevó a cabo; nuestros amigos y los amigos de nuestros padres nos hicieron obsequios. Nos fuimos a nuestra corta luna de miel y decidimos que abriríamos los presentes al regresar. Al hacerlo, nos quedamos sorprendidos; entre todos los regalos no había ningún cuchillo ni un tenedor. Hicimos bromas de la situación y continuamos con nuestra vida.
Nos nacieron dos hijos mientras estábamos en la universidad; no teníamos dinero extra, pero cuando mi esposa trabajó a tiempo parcial como jueza de elecciones, o cuando alguna persona le obsequiaba algo de dinero por su cumpleaños, ella, sin comentarlo, lo guardaba y cuando tenía lo suficiente, iba a la tienda para comprar un tenedor o una cuchara. Nos tomó varios años acumular suficientes piezas y usarlas. Cuando por fin tuvimos un juego para cuatro personas, empezamos a invitar a algunos amigos a cenar.
Antes de que llegaran, solíamos tener una corta conversación en la cocina y hablábamos de qué cubiertos íbamos a usar, los gastados que no hacían juego, o los especiales de plata. En aquellos días por lo general yo votaba por los inoxidables; era más fácil ya que sólo se ponían en la lavadora de vajilla después de comer y se solucionaba el asunto. Por otro lado, los cubiertos de plata daban mucho trabajo. Mi esposa los tenía escondidos debajo de la cama para que un ladrón no los encontrase con facilidad. Ella había insistido en que yo comprara un paño especial para envolverlos para que no se pusieran negros. Cada pieza iba en su bolsa y no era muy fácil tenerlas listas. Cuando se usaban los cubiertos de plata, teníamos que lavarlos a mano, pieza por pieza, secarlos para que no quedara ni una mancha, envolverlos y con cuidado esconderlos otra vez para que no los fuesen a robar. Si descubríamos una mancha, mi esposa me mandaba a la tienda para comprar un producto especial para limpiar plata, y juntos, con esmero, los lustrábamos para quitarles las manchas.
Al pasar los años, compramos otras piezas y veía con asombro cómo las cuidaba mi esposa. Ella no era una persona que se enojara con facilidad; sin embargo, recuerdo el día en que uno de nuestros hijos de alguna manera consiguió uno de los tenedores de plata para ir a cavar en el jardín de atrás. Ese intento se encontró con una encendida mirada y con la advertencia de ni siquiera pensarlo, ¡nunca! Me di cuenta de que el juego de plata nunca se utilizaba para las cenas que ella cocinaba en el barrio, nunca fue parte de las cenas que ella preparaba y enviaba para los enfermos o necesitados; nunca fue parte de los paseos de fin de semana ni tampoco de los días de campamento. De hecho, nunca se utilizaba en ningún lado y, al pasar el tiempo, ni siquiera lo usábamos en nuestra mesa muy a menudo. Solíamos juzgar, sin que ellos se dieran cuenta, si algunos amigos eran dignos de usar nuestros cubiertos de plata; al llegar a cenar, encontraban puestos los cubiertos de acero inoxidable.
Llegó el momento en fuimos llamados a la misión. Un día llegué y mi esposa me dijo que tenía que alquilar una caja de seguridad para el juego de plata; ella no quería que lo lleváramos ni que lo dejáramos, y no quería perderlo.
Durante años pensé que tan sólo era un tanto excéntrica, hasta que un día me di cuenta de que por mucho tiempo ella había sabido algo que yo apenas empezaba a entender: Si queremos que algo dure para siempre, debemos tratarlo de forma diferente. Lo cubrimos, lo protegemos, nunca lo maltratamos ni lo dejamos a la intemperie; no lo convertimos en algo común y corriente. Si alguna vez se le quita el brillo, lo pulimos con amor hasta que brille como nuevo; llega a ser algo especial porque en eso lo hemos convertido y se torna más valioso con el transcurso del tiempo.
El matrimonio eterno es así. Debemos tratarlo de esa manera. Ruego que lo veamos como el don invalorable que es. En el nombre de Jesucristo. Amén.


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